Publicado en la revista "Por Cuenta Propia" de Azuqueca de Henares, en julio de 2007.
Comenzaba el tan añorado deshielo. El Clan del Glotón se preparaba para dar la bienvenida al Sol. Los jóvenes sabían que pronto dejarían de serlo y que caminarían hacia la edad adulta. La matriarca, que durante todo el ciclo del hielo se había dedicado a contar historias del pasado, anunciaba a los iniciados que los relatos pronto se harían realidad.
La mañana era espectacular. La joven pareja apenas había conciliado el sueño imaginando la tonalidad de colores que la nieve y el hielo, mezclados con el agua que bajaba por la montaña, se mostrarían a sus ojos, dilatándolos como nunca al estar continuamente acostumbrados a la oscuridad de la cueva. Los primeros rayos de sol empezaban a despuntar con el alba. Quizás era la sensación de intranquilidad, quizás la belleza del momento, o incluso simplemente la costumbre del necesitado contacto para vencer el frío, pero sin saberlo ambos se estaban besando. Sabían que lo tenían prohibido. Si el chamán del clan los descubría, incluso podrían ser expulsados. Pero nada importaba ya. No podían seguir esperando eternamente. La niñez se escapaba instante tras instante. Lo sabían y querían saborearlo todo. Carpe diem.
Volvía el frío polar. Ya era de noche. Sin embargo la pareja estaba acalorada. Sentían vergüenza y orgullo al mismo tiempo. Era una sensación extraña, pero confortable. El Rito de la Fecundidad era un deseo para todos los chicos del clan. Esta noche se consagraría su unión ante el chamán. Esta noche recibirían bautizo en sociedad. Esta noche aportarían su granito de arena a la lucha que la tribu mantenía contra la naturaleza, simplemente por el mero hecho de sobrevivir.
Todo el clan esperaba fuera, impaciente. Los hermosos jóvenes se miraban por un instante. Era su última impresión antes del acto. Después ya nada sería igual. El chamán salió del santuario. Aún no llevaba puesta la máscara del mamut. En la mano portaba un brebaje que olía a hierbas aromáticas. Ordenó a los jóvenes que alzaran sus manos. Ambos bebieron. Ambos volvieron a las tinieblas. La luz del amanecer ya solo era un recuerdo.
Habían visto aquellos grabados una y mil veces, pero hoy presentaban un halo especial. Eran las escenas que la madre de la matriarca había grabado en las paredes de la cueva muchos años atrás, pocos días después de descubrir uno de los símbolos predilectos del Santuario, la Venus auriñaciense, bellísima por sus perfectos trazos de buril y en estado de alumbramiento. Las representaciones, de época solutrense, sumaban un total de cuatro y en su conjunto formaban el denominado Rito de la Fecundidad. Los muchachos hoy sólo rendirían pleitesía a la primera de las acciones. Para las otras tres todavía quedaba una vida.
El chamán se puso la máscara de mamut. ¡Era impresionante! Los chicos ya estaban desnudos. La tenue luz de las teas proyectaba una sombra espeluznante. ¡El mamut era real! ¿Dónde estaba el brujo? De pronto unos cánticos exhortaron a los jóvenes a realizar el acto. Las voces y los sonidos de una melodía percusionista retumbaban por toda la cueva. Era el eco, pero parecía que el mismísimo santuario trataba de comunicarse desde sus entrañas. El brebaje comenzó a guiarles hacia la catarsis; era el místico éxtasis. Jamás se había sentido tan fuerte y tan potente. La deseaba y los ojos de ella parecían decirle lo mismo. La tumbó sobre las ásperas pieles de rinoceronte, en el gélido suelo, y comenzó con el ritual. La penetraba poco a poco, sin prisa, como le obligaban los susurros del chamán; el acto había que realizarlo despacio, para no causar daño a la virgen. Nunca había gozado tanto. La amaba. Pero ella..., ¡ella estaba llorando!
El rito había finalizado satisfactoriamente. Se había aprovechado el ciclo de la Luna y pronto vendría el alumbramiento, igual que el curso que seguían las domesticadas yeguas. Así rezaba el siguiente grabado y así sería por siempre. Cuando los jóvenes salieron, toda la tribu estaba esperando. Ellos abrazaron al hombre. Ellas cobijaron a la mujer. Pero la muchacha seguía sollozando. Mañana él partiría a la caza del mamut, en las ciénagas de Ambrona. Mañana él se enfrentaría a la muerte y muy pocos regresaban. Ella, embarazada, temía por su vida y por la de su hijo. Ella quería que el Rito de la Fecundidad continuara. Deseaba ver a su marido pescar para la recién formada familia. Necesitaba cumplir con la tradición de bañar al bebe en el agua. El agua era la vida. El bebe había recibido la vida de dos jóvenes muchachos que ahora eran adultos. La Naturaleza decidiría sobre conceder o no deseos. El soñar ya no se lo podrían volver a permitir jamás.
Comenzaba el tan añorado deshielo. El Clan del Glotón se preparaba para dar la bienvenida al Sol. Los jóvenes sabían que pronto dejarían de serlo y que caminarían hacia la edad adulta. La matriarca, que durante todo el ciclo del hielo se había dedicado a contar historias del pasado, anunciaba a los iniciados que los relatos pronto se harían realidad.
La mañana era espectacular. La joven pareja apenas había conciliado el sueño imaginando la tonalidad de colores que la nieve y el hielo, mezclados con el agua que bajaba por la montaña, se mostrarían a sus ojos, dilatándolos como nunca al estar continuamente acostumbrados a la oscuridad de la cueva. Los primeros rayos de sol empezaban a despuntar con el alba. Quizás era la sensación de intranquilidad, quizás la belleza del momento, o incluso simplemente la costumbre del necesitado contacto para vencer el frío, pero sin saberlo ambos se estaban besando. Sabían que lo tenían prohibido. Si el chamán del clan los descubría, incluso podrían ser expulsados. Pero nada importaba ya. No podían seguir esperando eternamente. La niñez se escapaba instante tras instante. Lo sabían y querían saborearlo todo. Carpe diem.
Volvía el frío polar. Ya era de noche. Sin embargo la pareja estaba acalorada. Sentían vergüenza y orgullo al mismo tiempo. Era una sensación extraña, pero confortable. El Rito de la Fecundidad era un deseo para todos los chicos del clan. Esta noche se consagraría su unión ante el chamán. Esta noche recibirían bautizo en sociedad. Esta noche aportarían su granito de arena a la lucha que la tribu mantenía contra la naturaleza, simplemente por el mero hecho de sobrevivir.
Todo el clan esperaba fuera, impaciente. Los hermosos jóvenes se miraban por un instante. Era su última impresión antes del acto. Después ya nada sería igual. El chamán salió del santuario. Aún no llevaba puesta la máscara del mamut. En la mano portaba un brebaje que olía a hierbas aromáticas. Ordenó a los jóvenes que alzaran sus manos. Ambos bebieron. Ambos volvieron a las tinieblas. La luz del amanecer ya solo era un recuerdo.
Habían visto aquellos grabados una y mil veces, pero hoy presentaban un halo especial. Eran las escenas que la madre de la matriarca había grabado en las paredes de la cueva muchos años atrás, pocos días después de descubrir uno de los símbolos predilectos del Santuario, la Venus auriñaciense, bellísima por sus perfectos trazos de buril y en estado de alumbramiento. Las representaciones, de época solutrense, sumaban un total de cuatro y en su conjunto formaban el denominado Rito de la Fecundidad. Los muchachos hoy sólo rendirían pleitesía a la primera de las acciones. Para las otras tres todavía quedaba una vida.
El chamán se puso la máscara de mamut. ¡Era impresionante! Los chicos ya estaban desnudos. La tenue luz de las teas proyectaba una sombra espeluznante. ¡El mamut era real! ¿Dónde estaba el brujo? De pronto unos cánticos exhortaron a los jóvenes a realizar el acto. Las voces y los sonidos de una melodía percusionista retumbaban por toda la cueva. Era el eco, pero parecía que el mismísimo santuario trataba de comunicarse desde sus entrañas. El brebaje comenzó a guiarles hacia la catarsis; era el místico éxtasis. Jamás se había sentido tan fuerte y tan potente. La deseaba y los ojos de ella parecían decirle lo mismo. La tumbó sobre las ásperas pieles de rinoceronte, en el gélido suelo, y comenzó con el ritual. La penetraba poco a poco, sin prisa, como le obligaban los susurros del chamán; el acto había que realizarlo despacio, para no causar daño a la virgen. Nunca había gozado tanto. La amaba. Pero ella..., ¡ella estaba llorando!
El rito había finalizado satisfactoriamente. Se había aprovechado el ciclo de la Luna y pronto vendría el alumbramiento, igual que el curso que seguían las domesticadas yeguas. Así rezaba el siguiente grabado y así sería por siempre. Cuando los jóvenes salieron, toda la tribu estaba esperando. Ellos abrazaron al hombre. Ellas cobijaron a la mujer. Pero la muchacha seguía sollozando. Mañana él partiría a la caza del mamut, en las ciénagas de Ambrona. Mañana él se enfrentaría a la muerte y muy pocos regresaban. Ella, embarazada, temía por su vida y por la de su hijo. Ella quería que el Rito de la Fecundidad continuara. Deseaba ver a su marido pescar para la recién formada familia. Necesitaba cumplir con la tradición de bañar al bebe en el agua. El agua era la vida. El bebe había recibido la vida de dos jóvenes muchachos que ahora eran adultos. La Naturaleza decidiría sobre conceder o no deseos. El soñar ya no se lo podrían volver a permitir jamás.
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